Unicamente cuando quedaron detrás de mí los campos y llegué a la carretera, donde nada tenía que admirar, las ideas engendradas naturalmente en mis ocupaciones y costumbres se apoderaron de nuevo de mis pensamientos. Al terminar aquel camino me hallaba embargado totalmente por las visiones fantásticas de la Casa de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya
práctica en la acuarela en breve había de encontrarse bajo mi dirección. De este modo llegué a un lugar, encrucijada de cuatro caminos: el de Hampstead, por el que yo venía, el de Finchley, el de West End y el que conducía a Londres. Maquinalmente tomé este último y continué ensimismando caminando por la oscura carretera, pensando en el aspecto de las dos señoritas de Cumberland.
Me volví con rapidez apretando los dedos en el puño de mi bastón. Allí, en medio del solitario y largo camino iluminado por los rayos de la luna, como si en aquel instante hubiese brotado de la tierra o caído del cielo, hallábase una figura solitaria de mujer vestida de blanco de pies a cabeza. Su cara inclinóse gravemente con una expresión interrogadora. Con su mano libre señalábame la
neblina que envolvía a Londres.
Me mostré tan sorprendido ante la rapidez de esta extraordinaria e inesperada aparición que no supe preguntarle lo que deseaba. Pero la extraña mujer habló primero.
—¿Es éste el camino de Londres? —preguntó.
