martes, 3 de noviembre de 2009

Unicamente cuando quedaron detrás de mí los campos y llegué a la carretera, donde nada tenía que admirar, las ideas engendradas naturalmente en mis ocupaciones y costumbres se apoderaron de nuevo de mis pensamientos. Al terminar aquel camino me hallaba embargado totalmente por las visiones fantásticas de la Casa de Limmeridge, del señor Fairlie y de las dos señoritas cuya
práctica en la acuarela en breve había de encontrarse bajo mi dirección. De este modo llegué a un lugar, encrucijada de cuatro caminos: el de Hampstead, por el que yo venía, el de Finchley, el de West End y el que conducía a Londres. Maquinalmente tomé este último y continué ensimismando caminando por la oscura carretera, pensando en el aspecto de las dos señoritas de Cumberland.

De pronto se me quedó la sangre paralizada. Una mano, leve y súbitamente, se apoyo en mi hombro.

Me volví con rapidez apretando los dedos en el puño de mi bastón. Allí, en medio del solitario y largo camino iluminado por los rayos de la luna, como si en aquel instante hubiese brotado de la tierra o caído del cielo, hallábase una figura solitaria de mujer vestida de blanco de pies a cabeza. Su cara inclinóse gravemente con una expresión interrogadora. Con su mano libre señalábame la
neblina que envolvía a Londres.

Me mostré tan sorprendido ante la rapidez de esta extraordinaria e inesperada aparición que no supe preguntarle lo que deseaba. Pero la extraña mujer habló primero.

—¿Es éste el camino de Londres? —preguntó.

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